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Volviéndose Jesús entre la multitud que le rodeaba, se detuvo de repente y preguntó: “¿Quién me ha tocado?”
S us discípulos sorprendidos le dijeron que la multitud le apretaba. Pero Jesús insistió: “Alguien me ha tocado”. Él sabía que alguien en particular lo había tocado, porque en ese momento poder divino había salido de Él.
Una mujer salió de entre la multitud y le confesó a Jesús que había sido ella quien deliberadamente lo había tocado, pues algo maravilloso le había sucedido.
Por doce largos años había sufrido de una hemorragia incontrolable la cual causaba que perdiera sangre año tras año. Había visto a muchos médicos y gastado todo lo que tenía, pero todo había sido en vano, pues sabía que se estaba muriendo. Fue entonces cuando oyó lo que se decía de Jesús. Con desesperación, la mujer se abrió paso entre la multitud y se acercó lo suficiente para tocar a Jesús creyendo que sería sanada con tan sólo tocar Su manto. Y mientras le tocaba, se detuvo el flujo de sangre que padecía. El poder divino de Jesús había sido transmitido a ella. Bondadosamente, Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha sanado; ve en paz, y queda sana de tu dolencia”.
Esta mujer es un tipo que describe a cada uno de nosotros, pues muestra que también nosotros sufrimos de una enfermedad que finalmente terminará en muerte: la enfermedad interior del pecado. ¡Cuánto sufrimiento y cuánto daño nos ha causado esta enfermedad! Por más que tratemos no podemos deshacernos de ella. Nada nos puede curar: ni la filosofía moral, ni los métodos de mejoramiento personal, ni siquiera las buenas obras. Al mismo tiempo, nuestra vida frágil y limitada está en proceso de desvanecerse hasta que un día dejará de existir por completo. A fin de ser salvos, necesitamos tanto de la sanidad de Jesús como de Su vida.
Jesús es Dios mismo quien, al hacerse hombre, se nos hizo asequible y hasta palpable para llegar a ser nuestro Salvador.
Él no sólo se acercó a nosotros, sino que, en Su condición de hombre libre de pecado, murió en la cruz por nuestros pecados. La Biblia nos dice que Jesús llevó “nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, a fin de que nosotros, habiendo muerto a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P. 2:24). Su muerte redentora nos sana de nuestra dolencia. Además, Él resucitó. Hoy el Señor Jesús está esperando que le toquemos a fin de recibir Su redención y Su vida ilimitada la cual es capaz de prevalecer sobre la muerte.
No debemos estar satisfechos meramente con oír hablar acerca de Jesús o ser aquellos que están entre la multitud que le rodea pues eso no nos salvará. Si acudimos a Él en fe y le tocamos creyendo en lo que ha hecho por nosotros, Él nos sanará e impartirá Su vida eterna en nosotros. Así tendremos paz.
Usted puede tocarlo en fe ahora mismo. Sólo haga la siguiente oración:
“Señor Jesús, te necesito. Soy un pecador. Creo en todo lo que lograste por mí en la cruz. Gracias por morir por mí para que pudiera ser sanado. Sálvame ahora. Te recibo como mi Salvador y mi vida. Amén”.
El Toque Sanador